En El Salvador, el presidente Nayib Bukele lo llamó hace tres años “régimen de excepción”. En Estados Unidos, Donald Trump lo nombra “estado de emergencia”. El primero se reveló contra su propia gente, el segundo contra los inmigrantes en territorio nacional. Ambos prometieron librar a sus respectivos países de presuntos delincuentes, en una guerra declarada contra las pandillas. En el ansia por detener —ahora también por deportar—, los dos gobernantes han echado mano de lo mismo: el arresto de personas sin órdenes de captura, el cumplimiento de cuotas de arrestos por parte de la policía o los agentes federales, los tatuajes como mayor prueba de vínculo con alguna organización criminal y la violación del debido proceso. El resultado en El Salvador son más de 85.000 nuevos reclusos que forman parte del sistema penitenciario con la tasa carcelaria más alta del mundo. En Estados Unidos, más de 66.000 migrantes detenidos y unos 65.000 deportados, según cifras del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE). Pero, aún así, hay una gran diferencia entre un país y otro, en opinión de Juanita Goebertus, directora de la División de las Américas de Human Rights Watch (HRW): la independencia judicial.